martes, 5 de enero de 2010

JORGE RIAL RECUERDA A SANDRO DE AMÉRICA..

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Pero no importaba, lo fundamental era la música de Sandro sonando toda la noche para bailar como locos tratando de imitar sus movimientos de pelvis, con riesgos permanentes de quebrarnos como un junco.

O esperar entradito el baile para poner los lentos y tratar de “chapar” con la chica que nunca nos daba bolillas y creíamos que con “Penumbras” nos íbamos a convertir mágicamente en el ídolo. El milagro nunca se producía y rebotamos invariablemente. Igual el “Gitano” siempre se jugó por nosotros y nos tiraba centros con su voz inconfundible. Lástima que nunca pudimos cabecear como él.

Fue el primer recuerdo que me ganó cuando me enteré del final que se alargaba sólo por la fortaleza del ídolo. Ahora nace el mito. Adorado en vida será idolatrado en su muerte. Por propios y extraños. Por aquellos que más de una vez lo trataron de grasa o intentaron que sus discos no se difundieran porque no formaba parte de la cultura. Imbéciles con título que nunca se dieron cuenta que Sandro era la representación más fiel de los argentinos.

Canchero, ganador, simpático y reo. Tenía todo lo que a nosotros nos faltaba. Si hasta se daba el lujo de no discriminar entre sus nenas. Para él, un galán que podía tener las mejores mujeres, todas eran iguales a la hora del beso o el abrazo. Todas eran hermosas porque eran suyas. Porque eran capaces de recorrer miles de kilómetros para verlo, llenar teatros o ofrecer con amor infinito sus órganos para que el pudiera seguir viviendo.

Logró ser reconoció por sus pares y, sobre todo, por los jóvenes que lo reivindicaron como lo que era: un ícono de la cultura popular. Como lo fue Alberto Olmedo. Por suerte el pudo ver en vida lo que significo para cada uno de nosotros. Él tenía una frase genial “Puedo perder la vida pero no me voy a perder la vida”.

Y la vivió y la terminó como quiso. Tal vez se dio cuenta tarde que aún tenía mucha cuerda pero que el maldito cigarrillo se la hacía correr a una velocidad imparable. Todavía no caímos en la calidad de artista que perdimos. Hoy sólo tenemos tiempo para llorarlo y está bien. Porque lloramos también por nosotros. Por los bailes de carnaval en Vélez, San Lorenzo o Comunicaciones. Por su pelvis incontrolable. Por su “Rosas, rosa” que cualquier principiante lo colocaba en su primer repertorio casi como número puesto.

Por sus batas rojas. Por su sensualidad y hasta por la manera en que agarraba el pucho y que nosotros intentábamos copiar sin mayor gracia. Todos queríamos ser Sandro. Pero Sandro fue sólo él. No hubo ni habrá otro. Se no van yendo los grandes ídolos populares y no se ve en el horizonte nadie que los reemplace. Se nos va yendo nuestra infancia. Nos siguen obligando a crecer a los golpes. Por suerte nos queda el recuerdo de Roberto Sánchez para que su muerte sólo sea un titular en el diario. Nada más. Porque en los corazones de sus fanáticos, Sandro es inmortal.

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